Análisis y reflexión29/03/2020

La vida ante la muerte

Homilía del Delegado Episcopal de Cáritas Diocesana de Mérida-Badajoz, Francisco Maya Maya, que pretende ser también una lectura creyente de esta situación ante el COVID 19

Escribo esta homilía, para este domingo, después de orar y celebrar la eucaristía, pensando ante el Señor lo que está significando el paso de la muerte, del sufrimiento, del desaliento y el cansancio entre nosotros por el coronavirus. Quizá, como Lázaro, estamos viviendo esa experiencia brutal no solo ya de la muerte biológica, sino de la muerte de nuestro psiquismo, nuestro ánimo, nuestra fortaleza y nuestras emociones saludables, que empiezan a decaer.

Estar metido en el sepulcro como Lázaro es una experiencia de impotencia, de desesperanza y de muerte total. El virus se está paseando por todo el mundo apoderándose de lo que más valoramos en nosotros: nuestra vida y nuestra esperanza. El silencio de nuestras calles habla del silencio del duelo, de la soledad, de la rebelión interior ante una situación que se nos escapa.

También nosotros, como las hermanas de Lázaro, le decimos al Señor, “¿dónde estabas?, mi hermano ya ha muerto”. Sí, una vez más, tomamos conciencia de que también somos “carne”, barro, fragilidad, limitación, finitud, cansancio, y fracaso. Esa experiencia de vida de la que nunca queremos hablar, siempre queriendo huir de ella, y también de la misma muerte que nos acecha en cualquier parte de la vida.

¿Quiere decir esto que estamos abocados al sin sentido de la vida, que no vale la pena vivir? ¿Somos arrojados a la existencia, como decía Sartre? No, estamos llamados a la vida, nuestro Dios es “amigo de la vida”. En el relato del milagro de Lázaro, Jesús saca del sepulcro a Lázaro, se conmueve ante la muerte de su amigo y nos anuncia que hay una VIDA, que nunca será destruida por nadie ni por nada, aunque sea un virus mortífero.

Es verdad, que Lázaro estaba allí amarrado con sabanas, que le impedían moverse, salir del sepulcro, pero la vida venció a la muerte, y volvió a gozar de la libertad, que ahora estaba paralizada. A nosotros nos amarran nuestros miedos, nuestro enclaustramiento, las noticias de números de personas infectadas y muertas por el COVID 19. Ahora somos conscientes de cuantas personas en nuestras ciudades llevaban mucho tiempo sin libertad exterior, enclaustradas por la enfermedad, por la ancianidad o por otras circunstancias. Son experiencias que nos acobardan y nos sumergen en la soledad, experiencias que pueden hacernos caer en el vacío, en el aburrimiento y la desesperanza. Estamos amarrados por vendajes físicos y psíquicos. ¿Qué hacer?: ¿hundirnos, llorar, desesperarnos, lamentarnos, rebelarnos? Las lágrimas pueden aliviarnos, como lo hacía Marta y María ante Jesús. 

Pero Jesús viene a darnos vida y esperanza, viene a sacarnos de nuestros sepulcros: “Lázaro, nuestro amigo, está dormido: voy a despertarlo”. Quiere romper nuestras vendas, nuestros miedos. Él viene a liberarnos, quiere liberarnos de todo aquello que como humanos nos lleva al sepulcro de la desesperación y la muerte, quiere liberarnos de ese egoísmo que nos lleva a decir: “sálvese quien pueda”, para poder vivir en el amor y en la solidaridad con los otros hermanos.

Más aún, con este milagro de la resurrección de Lázaro, Jesús nos dirá que hay vida después de la muerte, existe la inmortalidad, aunque aquí hable Jesús de resurrección, que incluye también la liberación del vacío, del fracaso, del egoísmo. Resucitar es volver a nacer a una vida diferente, a unos nuevos valores, a un nuevo ser y modo de vivir.

Y el COVID 19 también nos está ayudando a resucitar. Aquí y allá vemos gestos de solidaridad, de compartir, de tender la mano, de escuchar, de ayudar gratuitamente, de buscar soluciones conjuntamente, de coordinarnos entre instituciones, de sacar lo bueno que hay en cada persona. Ahora, todos queremos aportar algo de nosotros mismos, queremos poner nuestro grano de arena cargado de vida, queremos poner nuestro saber para construir hospitales, para sanar a los enfermos, para hacer que la vida gane a la muerte. Todo un esfuerzo titánico a favor de la vida, de la fraternidad, de la sanación, de sacrificarse en favor de otros. ¿Acaso, no es esto el Reino de Dios, del que nos habla Jesús?

Somos muchos (trabajadores y voluntarios) los que en este momento estamos metidos en el fango del pabellón de las palmeras. Es una experiencia muy dura, pero llena de gracia, porque allí se toca la muerte de los que andan vagabundeando por las calles, pero son los preferidos de Dios. Son personas con esquizofrenias, con adicciones, sin tener ningún ser querido, con las manos tendidas para que le den un cigarro o le pongan la metadona. Sí, hay muerte, pero hay mucha vida. Hay trabajadores y voluntarios dándose, estando con ellos en cercanía, cuidándolos, exponiendo también sus vidas al estar con personas de riesgos. Todo un reto y una historia de salvación. Allí ahora están siendo cuidados y atendidos con la dignidad que poseen. Comen, están duchados y bien vestidos, se les ha calzado, y están atendidos por médicos y enfermeras. Y se sienten agradecidos. Quizá, anteriormente nunca pudieron vivir esta experiencia de vida. Sí, presentan sus lacras de llevar mucho tiempo metidos en el sepulcro. A veces, son violentos, pero van experimentando que se les trata con delicadeza y cariño, que aquel pabellón ya no es el pabellón de las palmeras, sino el pabellón de la acogida, donde se les ofrece vida y esperanza. Ojalá esta experiencia que están viviendo estas 50 personas y todos los que están sin hogar, no fuera solo para este tiempo de este virus aterrador, sino que el virus de la solidaridad y la fraternidad fuera más contagioso que el COVID 19, y pudiéramos vivir todos como hermanos en la ciudad y en los pueblos, sin que tuviéramos que encontrarnos con hermanos que están en la calle, durmiendo en los soportales y alimentándose en los comedores sociales.

Lo que nos viene a decir el evangelio de este domingo es que es necesario morir para resucitar. Tendremos que morir a muchas cosas en nuestros estilos de vida, para que pueda resucitar el mundo querido por Dios. Hay que matar la muerte matando, en mí y en los demás, los dinamismos de egoísmo, del individualismo impuesto por esta cultura de bienestar; matar nuestros deseos incontrolados de tener y consumir, y la búsqueda del yo sin los demás. Matemos las ideologías que nos separan y nos convierten en enemigos, para generar pensamientos e instituciones que busquen conjuntamente el bien de todos, especialmente de los más pobres. Hagamos que la compasión brote en nosotros como emergió en Jesús ante la muerte de su amigo.

Quiero dar gracias a tantas personas que están dándolo todo (sanitarios, militares, celadores, limpiadoras, camioneros, empleados de supermercados, y personas anónimas), a tantas personas que están agotadas trabajando con una profesionalidad y una humanidad encomiable, a tantos voluntarios y trabajadores de Cáritas y otras instituciones, y a tanta gente de buena voluntad que comparten lo poquito que tienen, y oran por otros. Son generadores de vida, están sembrando esperanza. Son los cirineos de esta semana santa

Hagamos una apuesta por la VIDA que Jesús nos ofrece, y cuando llegue el momento de encontrarnos con esa realidad tan dura como es la misma muerte física, seguiremos cantando: “la muerte nos es el final del camino”. “Yo soy la resurrección y la vida” dice Jesús.